sábado, 3 de agosto de 2013

016


Ella le odia y lo sabe. Cuando no tiene miedo de mirarlo o cree que él no se dará cuenta se queda observándolo y piensa cómo no logró darse cuenta que se trataba de un ser tan mezquino.
Ella le odia y hasta lo desprecia. Con cada pelea se va quedando chiquitito como una cucaracha por la que te sientes amenazada y deseas pisar pero no sabes que te da más asco, oír su chasquido bajo tus pies o indicarle el camino para que se vaya.
Ella le odia pero se convence que debe permanecer a su lado. En el fondo es porque se culpa de la situación que está viviendo. Ella se enamoró, ella decidió vivir con él, ella decidió tener hijos con él. Se dice que es su pecado, su cruz, y que tiene que pagar por ello.
¿Tiene ella la culpa de que él sea un maltratador?¿Tiene la culpa de haberlo descubierto ya en la convivencia? No, pero ella piensa que sí.
Mi hijos, dice; ellos quieren a su padre y su padre los quiere a ellos. ¿Seguro? ¿Qué hay entonces de cuando están enfermos y no los cuida, cuando le agobian, cuando maltrata a su madre sin pensar en ellos?
¿Se merecen sus hijos llegar a darse cuenta de la tensión que hay en su casa, de la infelicidad, de la decepción, de la violencia?
Miedo, dice a veces, miedo a que cumpla las amenazas que le prodiga, de que sus niños paguen si ella se marcha. Pero no quiere ver que si quiere hacerles daño lo hará igual.
Ni una sola denuncia. Todo queda tras la puerta de su casa. Y mientras tanto el tiempo pasa, su vida pasa, sus hijos crecen. ¿Hasta cuándo? ¿Qué necesitas para marcharte de una vez?
Necesito un trabajo ¿Y que pasó cuando lo tenías?
Necesito fuerzas ¿Acaso no las gastas en defenderte?
Marcharse no es fácil ¿es más fácil quedarse?
No te engañes, vete.
Cuánto antes, mejor.

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